—¡No tengas miedo! ¡No hay por qué temer! Sé bien cómo te sientes porque ya lo he sentido en mi propia piel —me dijo mientras me estrechaba entre sus brazos.
No contuve las lágrimas. Mi mundo parecía desvanecerse con esas palabras suaves que él me ofrecía.
—No es fácil ser quien eres y no quien creías que debías ser —continuó—. Está bien permitirse ser amado y amar a quien quieras. Es de valientes aceptarse, amarse y disfrutar de la compañía de quien de corazón te quiere, te cuida, te protege.
—Para mí esto estaba mal —susurré—. Se supone que yo tengo que enamorarme de mujeres, y ahora...
—Shh, calla —me interrumpió.
Enjugó mis lágrimas con sus dedos y me acerqué a su rostro sin pensarlo. No sabía muy bien por qué, pero su piel, su aroma, me invitaban a un juego al que me había vuelto adicto.
—Si te beso... —empecé a decir.
—Hazlo, no pienses en nada más. ¿Qué puede pasar?
—¿Y si me enamoro?
—¿A eso le tienes miedo? —preguntó con ternura.
—Un poco sí —admití, y de inmediato me arrepentí. Me tapé el rostro con las manos.
Ramiro las apartó con delicadeza, me tomó del mentón y, en ese instante, lo comprendí: no debía pedir permiso para amar.
Comentarios