Hola, vieja enemiga. Hoy regresas después de un tiempo sin verte. Me tomas por sorpresa en mitad de un sábado cualquiera, cuando creía que finalmente te había dejado atrás. Hacía tanto que no sentía tu peso familiar sobre el pecho, esa opresión que conozco mejor que mi propio nombre. Y si te soy sincero, no esperaba volver a sentir tu abrazo de hierro.
Ven entonces, ya que has vuelto. Aprieta mi garganta como sabes hacerlo. Detén mi respiración con esa lentitud metódica que has perfeccionado. Sé que te deleita verme así: incapacitado, paralizado en mi propia cama, incapaz de responder los mensajes que se acumulan en mi teléfono. Te excita tenerme inmóvil mientras el mundo sigue girando sin mí. Perra implacable.
Déjame tus marcas, esas que solo yo puedo ver. En mis pulsos, donde antes había prisa por vivir. En mis ojeras, profundas como pozos. En mi postura encorvada, como si cargara piedras invisibles. Quiero que la gente sepa, sin que tenga que decirlo, que me has vencido una vez más. Que has regresado a reclamar tu territorio.
Sofócame, quítame el aliento que tanto me costó recuperar. De hecho, ya te llevaste mi sonrisa—esa que apenas comenzaba a sentirse genuina. ¿Qué más pretendes robar, miserable? ¿Mi apetito? Ya lo hiciste. ¿Mi sueño? También. ¿Las ganas de ducharme, de salir, de responder "estoy bien" sin que sea mentira? Todo eso ya es tuyo.
Haz que mi llanto me ahogue en las noches, cuando no hay testigos. Haz que las lágrimas lleguen sin razón aparente, a mitad de una película, en la fila del supermercado, frente al plato de comida que no puedo terminar. Y cuando alguien pregunte qué me pasa, róbame también las palabras para explicarlo.
Pintas todo de gris, ¿verdad? Ese color particular que solo tú conoces. No es el gris de las nubes antes de la lluvia—ese tiene promesa. Es tu gris: el de la ceniza fría, el del concreto eterno, el de las horas que se alargan sin sentido. Los colores brillantes se vuelven apagados bajo tu filtro. La música pierde sus matices. Las voces de las personas que amo suenan lejanas, como si hablaran desde el otro lado de un vidrio grueso.
Lo peor es la negritud que traes contigo. No la oscuridad de la noche, que es cálida y necesaria. La tuya es distinta: densa, pegajosa, sin estrellas. Es la negrura que se cuela por las rendijas de mis pensamientos y los mancha todos. "No sirves", susurras. "Eres una carga", insistes. "Él no te ama", sentencias. Y lo más cruel es que, bajo tu influencia, casi te creo.
Conviertes el futuro en una amenaza en lugar de una posibilidad. El pasado, en una colección de fracasos. El presente, en un espacio vacío donde solo existo a medias, como un fantasma en mi propia vida.
Pero aquí está la verdad que intentas hacerme olvidar, vieja enemiga: te conozco. Sé que has venido antes y te has ido. Sé que este peso en el pecho, esta niebla en la mente, esta ausencia de sabor en todo—no es permanente, aunque jures que lo es. Sé que no eres yo, aunque a veces logres convencerme de lo contrario.
Todavía estoy aquí. Respirando, aunque sea superficialmente. Escribiendo esto, aunque me cueste cada palabra. Resistiendo, aunque hoy resistir sea solo quedarme con vida hasta mañana.
No te daré la bienvenida, pero tampoco fingiré que no estás. Te reconozco. Y mientras tenga conciencia de que eres tú—la invasora, la mentirosa, la ladrona—y no yo, hay esperanza.
Así que toma lo que quieras por ahora. Pero recuerda: también sé cómo dejarte ir, aunque por ahora no tenga la fuerza suficiente para hacerlo.
Y mientras tanto, aquí estaremos. Tú y yo. En este sábado interminable que se parece demasiado a todos los demás.
Canción sugerida: The door - Teddy Swims
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